Se abren las puertas del metro y me espero a una distancia prudencial para que puedan salir los que allí se apean.
Los gordos tendrían que estar prohibidos, cojones.
Al poner los pies dentro del vagón oigo a un hombre que vocifera soflamas contra la gordura. Le miro y me entra un ataque de risa para adentro. La imagen es buenísima. Un viejete menudo, mellado, con el pelo alborotado, aprisionado entre dos walkirias que consumen más espacio de los asientos que el deseado por el diseñador de los mismos.
Los gordos tendrían que quedarse en casa, o no viajar en metro... que molestan, cojones.
Silencio sepulcral. Cojones si tiene, porque le podrían aplastar con el dedo meñique. La más joven de las gordas le mira asqueada y le comenta que, quizás, a él le falten unos cuantos platos de sopa. Empiezan a escucharse comentarios, risas, y todas las miradas se concentran en esa fila de cuatro asientos generando incomodidad en sus ocupantes.
El tirillas quejica hace ver que nada de eso va con él, mira distraídamente a una chica jovencita de shorts minúsculos que no tiene ni un ápice de grasa. Luego intenta poner espacio, a codazos, entre las lorzas invasoras y él. La joven le increpa y le dice algo parecido a que no la provoque porque no tiene ni media hostia.
No puedo dejar de mirar la escena. Pienso que si yo fuese una de ellas me habría levantado para no escucharle, o quizás no. Conociéndome lo más probable es que le hubiese insultado. Pero miro a ese hombre tamaño figurita del belén y me entra una enorme ternura. Ahí pareciendo todavía más pequeño, mascullando y comportándose como un viejo verde al que no le gustan las mujeres robustas. Imagino una vida al lado de una mujer que le doblaba en todo, en estatura, talla...imagino que quiere desquitarse. Pero el hombre lleva razón en algo: los asientos de los sitios públicos no están pensados para tallas grandes. Lo ideal es cuando coinciden pequeños y tallas medianas y los culos no rebosan de su espacio.
Estoy ensimismada con las tallas de los culos de todos los que me rodean y la mayoría estaríamos por encima cuando veo que se levanta la más mayor que ni le ha dirigido la mirada a pesar de los improperios que le ha dedicado. El hombre trata de hacer la maniobra de escurrirse hacia ese asiento pero...
Encima la tía lo deja todo sudado, coño! Asco de gorda.
Decide no ocupar ese asiento. El metro aún no ha llegado a la estación y la mujer se planta delante suyo para ¡¡¡escupirle!!! Patadas. Gorda asquerosa. Manotazos. Vieja pelleja. Más patadas. ¡¡¡Que se mueran los gordos, por favor!!!
La imagen es dantesca. Pero nadie dice nada. La mujer baja encendida de rabia, los ánimos se tranquilizan y alguien le alcanza un kleenex para limpiarse el escupitajo de la frente.
Sube un adolescente, ajeno a todo lo ocurrido, y se sienta al lado del viejo. Como muchos de los jóvenes (que han crecido que no veas) lo hace con las piernas abiertas y obtruyendo el pasillo con unos pies más grandes que los del Yeti.
Los niñatos no tienen educación, un par de bofetadas a tiempo, eso es lo que les falta.
Ya no puedo más y empiezo a reírme a carcajadas. Menudo cabrón el viejo enano. Cómo le va la marcha.
Bajo y antes de que se cierren las puertas veo al chiquillo mandándole a la mierda.
Y pensar que iba a volver a casa a por el iPod...