viernes, 25 de marzo de 2016

BARES... ¡QUÉ LUGARES!

En febrero del año pasado dije "bye-bye, hasta otro ratito" y dejé el curro. Con la generosidad que me caracteriza les di un mes para que encontraran sustituto/a y poder traspasar el trabajo. Así que a 31 de marzo de 2015 crucé por última vez la puerta de esa oficina para no volver nunca más.
He olvidado, borrado o aniquilado de mi mente todo lo que podía tener relación con esos 12 años de mi vida: no recuerdo los teléfonos, ninguna contraseña, ni me interesa lo más mínimo todo lo que pueda referirse a investigación sanitaria.

Un año más tarde de haber cerrado ese capítulo de mi vida y tres meses después de haber abierto el bar por el que di el paso de abandonar ese puesto de trabajo que me agriaba el carácter, recibí por sorpresa la visita de algunos de mis ex-compañeros que vinieron a comer. Apenas pude sentarme con ellos pero me contaron algunas cosas de ese pasado reciente que me parece tan lejano y tuve que admitir que no echaba de menos nada de lo que había dejado atrás.

Hoy estoy endeudada hasta las cejas, trabajo 90 horas semanales de lunes a domingo (sea festivo o no, llueva, nieve o caiga un meteorito), no tengo sueldo, me estoy dejando la salud en ello, pero qué coño...¡¡¡SOY FELIZ!!!.


He conseguido montar un bar bonito, acogedor, luminoso, en el que la gente viene a leer, trabajar, hablar, a meterse entre pecho y espalda esos maravillosos bocatas de pan de cereales con jamón ibérico o los increíbles e inolvidables cruasanes de chocolate que ya han generado una tramenda adicción entre los que los han probado.
Y lo más importante: por fin ejerzo de socióloga. Ser mesonera debería ser la salida profesional de cualquier estudiante de sociología. La universidades tendrían que establecer convenios con los bares para hacer las prácticas de la carrera, de hecho estoy meditando hablar con los antiguos compañeros del departamento de la facultard para proponérselo (y no es broma).

Vivo y trabajo en un barrio que es un pequeño pueblo dentro de la ciudad, en el que todos nos conocemos por nuestros nombres de pila, una especie de oasis en el que los que han nacido y crecido aquí no quieren marcharse cuando se independizan. Un lugar donde puedes ver a la gente pasear al perro a las 7 de la mañana en pijama y zapatillas, un lugar en el que los borrachos son convencinos, en el que los inmigrantes de nueva hornada abren negocios y se integran sin problemas...todo a ocho paradas de metro del centro y a cambio te despiertan los pájaros. No está mal.

Solo hay dos tipos de clientes que rompen esta especie de comunidad amish. Por un lado, y por motivos que desconozco, atiendo a menudo a personas que vienen de un tanatorio cercano pero que no les queda de paso. Muchos llegan apesadumbrados pero en varias ocasiones han acabado montando una fiesta en honor al finado/a con brindis al sol.
El otro colectivo lo componen los pacientes de un centro de día y hospital de salud mental. En el elenco hay los deprimidos (que dan una pena infinita) con la mirada perdida y que casi nunca consumen lo que han pedido, algún que otro esquizofrénico (difíciles de trato y a punto de liarla siempre) y, mis preferidos, los maníacos compulsivos que no soportan que el azúcar esté a la izquierda o que la silla de enfrente esté descentrada.

Así que esta es mi nueva vida, la que me impide estar despierta para escribir pero que me da infinitas historias para contar.
Volveré por aquí.
Lo prometo.



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