
"No, no, nooooo. No quiero volver todavía. Venga, decidiros, ¿Pamplona o Vitoria?". Volvíamos de Bilbo sin ganas, con necesidad de demorar lo que tenía que pasar: la vuelta a la rutina. Salamandra hacía moon walker's con el coche, quería más pintxos, más birras, más vinos... más. De repente un volantazo. "Ya está, Vitoria, esa es la próxima parada". Sonreí y recuerdo perfectamente lo que le dije "Sí, vamos. En realidad me pone pisar esa ciudad".
Tenía la tranquilidad del que sabe que no va a encontrarse al "sujeto de sus desvelos". Podía equivocarme, pero estaba decidida a probar si soportaba ir a la ciudad que me atrae desde muy pequeña, que podía haber sido mi ciudad de adopción y que nunca antes había pisado.
Una vez más me equivoqué. Dolió. Lo hizo como lo hacen algunos zapatos ya usados. Los que no sabes por qué un buen día te rozan y te obligan a llevar tiritas.
Me sentí como subida a unos enormes tacones que me estaban destrozando los dedos y que encima me rozaban por detrás. Luego todo me empezó a molestar, a rozar, y sumé a esos tacones invisibles una escafandra que me ayudase a respirar.
Una ciudad vista desde una escafandra bañada en tristeza y con rozaduras en el alma, no es bonita. Le debo una visita y me la debo a mí. Sé que me sentiré cómoda y me gustará cuando nada me roce, cuando nada active las heridas, cuando no tenga que luchar contra mis sentimientos.
Pasados unos días he vuelto a respirar sin dolor, no duelen las llagas, y la tristeza ha ido despejando hacia una melancolía agradable y unas lágrimas menos amargas.
Pulsaciones estables. Vuelta a la normalidad.
Conseguiré volver y gozar.