Una profecía Maya se cierne sobre nuestras cabezas, parece ser que este año se acabará el mundo antes de que podamos empotrarnos los turrones. No paran de repetirlo y siempre acompañan tamañas sandeces con imágenes de las pirámides de TIKAL.
Entonces me asaltan los recuerdos, se me retuercen las tripas y respiro hondo por haber sobrevivido allí a mi propio apocalipsis. Si no palmé en aquella selva puedo superar profecías y bombas nucleares. Sólo quedaremos los alacranes, las tarántulas y yo.
Dos días antes de adentrarnos en el Parque Nacional de Tikal, pura selva tropical, pillé un mortífero retrovirus que andaba causando muertos por todo el país. Aún así, intrépidos insensatos, cargamos mochilas y una minúscula tienda de campaña con la romántica idea de pasar, al menos, una noche en la selva. Yo no las tenía todas conmigo, claro está, pero la cabezonería infinita de L., compañero infatigable y terco de aventuras, me hizo resignarme cual corderillo que llevan al matadero.
Cualquiera que haya estado en la selva lo sabe: el calor y la humedad son asfixiantes, te ahogan, y las picaduras de todo tipo de insectos, incluidos mosquitos armados hasta los dientes de malaria e inmunes a cualquier repelente que te pongas, sobrevienen en tu piel en menos de cero coma una milésima de segundo.
Si a esto le añades un virus cabrón destroza-estómagos-febril, la experiencia es casi mística y puedes alucinar más que con un mal tripi. Doy fe.
El gigantesco P.N. de Tikal ofrece todo tipo de posibilidades turísticas, desde hoteles de lujo con aire acondicionado para bolsillos repletos hasta una cutrísima zona de acampada junto a la vegetación selvática para intrépidos arrastrados. Ahí estábamos nosotros, solos, decididos a vivir aquello aunque fuera lo último.
Llegamos a mediodía y plantamos nuestra ínfima tienda, de esas que tienes que entrar arrastrándote cual anélido (literal) y ponerte de lado, porque SI NO no cabes.
Mi cuerpo era incapaz de retener más de un minuto cualquier tipo de ingesta, sólida o líquida, y creo que me había metido Fortasec e Ibuprofeno hasta por vía nasal como para sanar a un elefante. Ni por esas.
No recuerdo haber sudado ni pasado más calor en mi vida, ni caminando por dunas amarillas, ocres y rosas y desiertos varios. La fiebre iba en aumento pero habíamos perdido el termómetro en vaya usted a saber qué orificio corporal y de quién, así que opté intentar relajarme para poder estar mejor al día siguiente y ser capaz de patearme todo el parque, sus selvas y pirámides.
Entre temblores y delirios tengo fresca una frase que escupí (creo que con rabia) a L.: " por favor, tío, si mañana estoy así, ponme en un avión y mándame para casa, que de ésta no salgo"... se rió, como siempre. Me cagué en todo, sabía que, a no ser que estuviera casi muerta me quedaban aún diez días en Guatemala y me los iba a comer enteritos. Arrastré aquél maldito virus hasta pasados quince días en casa, el médico del pueblo amenazó con mandarme a la sección de enfermedades tropicales de Barcelona.
La vida nocturna en la selva es casi tan ruidosa como la diurna, con la diferencia de que durante el día puedes intuir y ver miles de animales entre ramas, hojas, maleza y vegetación. Por la noche sólo puedes imaginar e intentar vislumbrar algo cuando los ojos se acostumbran a la oscuridad, y eso juega muy malas pasadas, sobre todo si estás delirando y febril.
Hay miles de animales allí, algunos ya muy acostumbrados a la presencia humana. Infinidad de aves, insectos, arañotes, monos, monicos y monetes, reptiles.
Los monos aulladores tenían una juerga día y noche que me rio yo de Benicássim y para postre dicen (dicen) que aún queda algún jaguar por las selvas de Guatemala.
Acabáramos.....a media noche, en pleno subidón delirante y asfixiada, me arrastré gusanamente a la hierba, en vano, el calor era insoportable tanto dentro como fuera de la tienda de campaña y mi temperatura corporal ya no era de este planeta, así que ni revolcándome en nieve virgen habría mejorado mi estado de confusión y agobio vital.
Me senté frente a la vegetación mirando fijamente hacia ella y en pleno delirio vi dos lucecitas brillar entre el follaje, observándome. Pegué un salto inaudito en mi persona y desperté asustadísima a L. gritándole en la oreja como una posesa "¡¡un jaguar, un jaguar, ahí fuera hay un jaguar!!. ¡¡Era un jaguar, os lo juro yo lo vi!!.
Os lo puedo asegurar, creo que es la vez que he pasado más miedo en mi vida, terror, diría yo. L., parsimonioso y resignado salió a ver y dio un bote cuando vio aquellas dos lucecitas brillando, mirándonos.... al cabo de un instante aparecieron dos más, y más, y más... . Debía ser algún tipo de insecto que brillaba en la oscuridad, porque en cinco minutos aquello estaba plagado de luces y no creo que hayan existido tantos jaguares en el mundo ni en sus mejores tiempos.
Pasé tanto miedo que se me quitó la tontería de golpe, dejé de temblar sin más y al día siguiente, aún con fiebre y hecha fosfatina, pude recorrer la alucinante selva de Tikal y postrarme ante la belleza de toda aquella ciudad imperial Maya. El espíritu me acompañó, pero mi cuerpo no era de este mundo, ni lo fue en muchos días.
Los jaguares sólo los he visto en fotografías y documentales, y doy gracias.
Arrastré el retrovirus 25 días en total, y aquí estoy, fresca como una lechuga. Creo.
Con apocalipsis a mí....¡anda ya!.